Segunda categoría-Cuento-Primer premio
El
viaje
María
Ximena Callesa
Corre el
camino desde un punto al otro. Siempre queda la posibilidad de girar en
círculos. La
nefasta noticia danza en remolino
sobre su
cabeza, como cuando los enigmas
se agolpan
sin salida.
Sobre ella
se revela este o aquel libro de los grandes
pensadores
que intenta descifrar.
Margarita se
hizo famosa por su mudez. Dejó de
hablar por
decisión propia.
Fue así que,
por su actual condición, su leyenda
se fue
tejiendo y extendiendo. Todos hablan de
ello,
quedando replicado en un eco continuo de
modernidad
inagotable. En redes y espacios inimaginables,
en tiempos
no tan lejano. La voz
que calla ve
como lo arcaico del ser humano,
que pugna
siempre por salir, luchando contra lo
aprendido,
contra la corrección inculcada por siglos
de cultura
por las duras reglas del hombre civilizado.
La educación
se diluye entre las manos de los
educadores.
La erudición, la instrucción, y la
transmisión,
se van perdiendo irremediablemente,
incluso
entre ellos. Visto a través del tiempo,
nadie queda
exento de la ignorancia, del oscurantismo
o de la
barbarie.
Su hijo
involucrado en un hecho delictivo.
Si el amor y
el tiempo son enigmáticos, el hombre
no lo es
menos. ¿Cómo explicar la intencionalidad
de algo,
cuando ni siquiera uno puede
explicarse a
sí mismo?
Siempre le
llama la atención, la incongruencia,
la
disonancia, entre la fuerte presión de la cotidianeidad
y aquello
que se anhela. Todo el tiempo,
se le hace
presente, como conviven en una
inercia
silenciosa, las tareas reiteradas, habituales
y aquello
que nos aferra a los sueños a lo largo
de los años,
con escasa posibilidad de rebelarse.
Vivimos una
vida, de algún modo encerrada, de
comportamientos
contenidos y sentimientos
ocultos.
Indisolublemente,
se hace presente el abismo
entre lo que
encierran los libros en sus páginas, y
la crudeza
de vivir.
Los libros
no muerden, pero la vida sí. Y lo hace
con saña.
Pensó que
todas las palabras reunidas en aquellos
libros no le
habían evitado, la existencia que
llevaba al
llegar a sus oídos tan triste acontecimiento.
Mutismo .
Se necesita
el silencio para establecer un sonido.
Para
componer, y ella hizo de ello la causa de
su vida. Su
horizonte.
Hay cosas
que no se pueden escribir ni decir. Es
absurdo,
imposible. Decir lo que uno siente, no
deja de ser
absurdo frente al otro, lo dicho queda
ahogado,
amortiguado, opaco. La conversación
versa sobre
temas superfluos, redundantes. Ella
misma, en
tiempos anteriores, se acoplaba a ese
juego
triste, funesto, aciago de recrear una y otra
vez
conversaciones estériles, chácharas, parlamentos
infecundos,
infructuosos. Eran las reglas
del juego
social. ¿Quién tendría el tiempo y las
ganas de
escuchar sus deseos, sus aspiraciones,
sus sueños?
Con el
correr de los años, sobrevienen como un
halo,
cavilaciones que retrotraen al recuerdo juvenil
y las
primeras decisiones.
Con cierto
fulgor intermitente y su correspondencia
temporal, no
cronológica; en estos periplos
de la mente;
es más fácil volver a la orilla que llegar
a destino.
La refulgencia lograda en estos vericuetos,
vela el
encantamiento de aquel viaje.
En el arduo
itinerario, propio o ajeno, nunca se sabe,
cuando la
orilla queda atrás.
Cuando es
así, el silencio se torna aún más audible.
¿Habla el
espíritu?, ¿Habla el universo?, ¿El
cosmos?,
¿Habla Dios o la naturaleza?
Lo mismo da.
El
renunciamiento es parte de nuestro ser y la
voz torna
familiar el lejano origen.
La orilla es
la orilla. ¿Y el hombre?
Iba a hablar
una vez más… entregaría a su hijo.
Máxima Heid
Segunda Categoría-Cuento-Segundo premio
Eduardo
Vicente, Maestro Ciruela
Graciela
Rut Guelfand
¿Quién me
iba a decir que iba a saber de vos justo hoy, y del modo menos pensado?
¡Eduardo!
¡Maestro ciruela! ¿Cuántos años
pasaron
desde que cursábamos el famoso “Tríptico”
en Filosofía
y Letras, allá por el '75? Yo usaba el
pelo lacio,
jeans desflecados, colgantes de mostacillas.
¡Y mírame
ahora! Rulos, trajecito sastre de
secretaria
ejecutiva y tacos altos. Vos andabas
siempre de
vaqueros y saco con pitucones, bigote
negro finito
y esa nuez de Adán que te precedía casi
tanto como
tu nariz aguileña. Cargabas unas eternas
carpetas con
exámenes de tus alumnos, que yo
te ayudaba a
corregir, atrincherados en la última fila
de bancos de
la clase de Historia. ¿Te acordás
cómo nos
reíamos bajito, mientras el profesor dictaba
cátedra y
nosotros leíamos las genialidades que
escribían
tus pibes en sus cuadernos Rivadavia?
Las
interpretaciones que hacían sobre el Big Bang y
la evolución
de las especies, después de tus explicaciones
sesudas,
pasaban a ser una experiencia
surrealista
en esos chicos acostumbrados a tanta
educación
formal y vacía. ¡Vos eras realmente un
Maestro,
Eduardo! Los hacías pensar y analizar las
cosas, y los
dejabas fantasear y recrear el mundo a
su modo.
Igualito que el profesor que nos dictaba
esos cursos
infames, en donde nos decía que allá
por la época
de Roca había en la Argentina no sé
cuántos
hombres y cuántos miles de indios, como si
los
originarios habitantes de estas tierras no pertenecieran
a la especie
humana. Después de indignarnos
y mascullar
nuestra bronca, volvíamos a tus
cuadernos
escolares y dejábamos de escuchar las
gansadas del
jefe de cátedra, para sumergirnos en
la riqueza
de pensamientos de tus alumnos. ¿Te
acordás cómo
te cargábamos con Vicky, llamándote
Maestro
Ciruela, y cómo te reías con el apodo? En
esos tiempos
terribles, vivíamos cuidándonos
mutuamente
las espaldas. La Triple A estaba en pleno
apogeo, con
Isabelita y El Brujo en el gobierno.
Yo militaba
entonces en la JUP y vos en el gremio de
los
docentes. Recuerdo el día en que hice una pintada
en los
pasillos de la facultad y vos me viste de
lejos.
Viniste como una tromba a taparme con tu
cuerpo flaco
de alfiler y a decirme que fuera la última
vez que se
me ocurría pintar paredes con el sacón
celeste
eléctrico que llevaba puesto, porque se me
veía como un
semáforo a tres cuadras de distancia.
Me ayudaste
a encontrar la salida más cercana y me
fui volando
por Hipólito Irigoyen. Nunca más volví a
usar ese
sacón en Filosofía y Letras, con lo lindo
que era... Y
aquella otra vez en que organizamos
una asamblea
relámpago después de los exámenes
en el Aula
Magna. Vos tomaste la palabra y te
mandaste un
discurso contra los filtros y los criterios
educativos,
que era una joyita. Cerca de una de las
salidas, vi
a los matones de la facultad que se preparaban
para caerte
encima. Entonces avisé a algunos
compañeros y
te escoltamos en medio del grupo
hasta la
calle. No te dejamos hasta ponerte arriba
del primer
colectivo que pasaba por la avenida.
Fue una
época breve, pero tan intensa aquella en la
que fuimos
amigos que nunca pude olvidarte, después
de tantos
años y tantas cosas pasadas. Cuando
comenzó la
gran razzia en Filosofía y Letras, fui
una de las
primeras favorecidas por los amigos de la
Triple A. En
una misma noche visitaron mi casa y la
de otros dos
compañeros de militancia. Me borré
por un
tiempo de la facultad y, cuando pensé que la
cosa se
había olvidado, volví a las clases. Pero los
muchachos
eran persistentes y volvieron a aparecer.
Tuve que
dejar para siempre la casa de mis
padres y los
estudios de Historia. Recuerdo que
estaba
destrozada, llena de dudas, asustada. Nos
encontramos
a tomar un café y vos me hablaste y
me
serenaste. Charlamos. Me contaste de tu novia
mendocina,
de tus proyectos y tus esperanzas, en
medio de la
violencia y el caos que convulsionaba
nuestro
querido país. Yo te hablé de mis conflictos
con mis
padres, de mi nueva vida de gitana, durmiendo
una noche
aquí y otra allá, de mis intenciones
de comenzar
a estudiar Medicina, y de continuar
con mi
militancia contra viento y marea. Nos
despedimos y
la vida se encargó de que aquel fuera
nuestro
último encuentro. ¡Y mirá cómo me vine a
topar con
vos, así de golpe en el tren! Yo hablando,
y recordando
tanta historia pasada, y vos sin decirme
una palabra.
Sólo esta hoja muda del periódico
me contesta
que el reencuentro que alguna vez imaginé
nunca podrá
ser posible porque mañana, día
del maestro,
una escuelita de Villa Soldati será
rebautizada
con el nombre de “Maestro Eduardo
Vicente”, en
homenaje a vos, Eduardo, asesinado
en marzo de
1977.
Se acabaron
las palabras. Sólo resta el silencio agazapado
entre el
murmullo de la gente en el vagón y
el traquetear sobre las vías.
Claris
Segunda Categoría-Cuento-Tercer Premio
Atardecer
en la London City
María
del Pilar Calace Calvo
Gélido
atardecer porteño…
Me
encontraba sentada en mi querido
Bar London
City absorta en meditaciones
profundas.
La calidez del conocido lugar,
lleno de
recuerdos, hizo que me mantuviera abstraída
de los
ruidos mundanos de la sociedad,
del “no
respeto por el otro “ , de esta época en
que vivimos
confundidos y avasallados por el
yugo de la
esclavitud de la tecnología mal utilizada.
Estaba en
mis cavilaciones, cuando de repente,
veo entrar
por la puerta de Av de Mayo a una
amiga que no
veía hace mucho. ¡Oh sorpresa! ,
al
encontrarme con Gabriela, mi amiga de la
infancia
cuando vivía en Rosario.
Nos
abrazamos emocionadas y nos ponemos a
conversar:
Ella me
dice: “Querida: ¿Te acordás cuando íbamos
con los
chicos y las maestras del Colegio al
Río Paraná,
cerquita del Monumento a la Bandera?
¡Qué hermoso
era cuando nos enseñaban,
jugando, a
compartir valores morales y respeto
por el
otro!”
Yo le
respondo: ¿ Te imaginás ahora la misma
escena ,
aquí : cuando los mismos padres o tutores
permiten que
sus hijos desde niños tengan
celular ,
Facebook, y no les enseñan lo básico,
que es tener
valores , jugar creativamente y
hablar? .
Luego culpan a sus maestros y, en realidad,
todos somos
responsables”.
Hace unos
años estaba la idea de que se podía
construir un
robot con sentimientos, pero…
¿Acaso no
estamos permitiendo que nos conviertan
a nosotros
en robots sin sentimientos?¡
Despertemos
!!
¡Qué
agradable el aroma de los capuccinos
calentitos!
Mientras el mozo nos sirve parece
que el
tiempo va retrocediendo, y estamos en
1951, época
de la creación de este típico Bar
Porteño.
Puedo ver a
mi Papá con su prima hermana charlando
de política…
¡Y la gente se escucha! Se
comprenden
más. Nadie tiene un teléfono móvil
y por
supuesto, casi todos llevan algún libro bajo
su brazo .Hablan de ajedrez, de
ópera, y no porque
eran de las
clases más pudientes como se
podría
tontamente pensar, sino porque la Educación
en nuestra
amada Argentina era una de las
mejores,
siendo admirados en casi todo el
mundo por
nuestra cultura. Nuestros debates
eran
polémicos y construíamos la historia.
El capuccino
italiano es un elixir (eso me pareció),
y puede
hacerme ver el mismo lugar en diferentes
épocas. ¡Que
increíble!
Al tomar
otro trago, mi amiga Gabriela me dice :”
¿Qué te pasa
querida amiga? ¿Estás acá…o
dónde? De
repente vuelvo… pero con mi imaginación
viajo a
2020. Ya nadie se escucha , todo
es un caos :
no existe la educación ni los libros,
por no ser redituables
económicamente .Somos
todos como
robots , los celulares están tan tecnificados
que ya se
usan sin pensar siquiera…¡
Horror!.
Tomo otro sorbo y vuelvo a este tiempo:
por más
difícil que sea , tenemos esperanza .
Todos somos
responsables de que nuestra Querida
Argentina
sea lo que fue y aun mejor. Inculquemos
los valores
que tuvimos la suerte que
nuestros
padres y maestros nos enseñaron y
ayudemos a
nuestros semejantes a pensar por
nosotros
mismos y a cultivarnos. ¡Es tan hermoso
poder
construir otra realidad! .No nos dejemos
vencer.
Mi amiga y
yo hicimos un pacto de amistad con la
inocencia de
la niñez, a pesar de la madurez de
los años
vividos: volver a la vera del Río Paraná
e invitar a
todos los que conociéramos para rebelarnos
por un mundo
mejor. Empezando por
nuestra
Patria: a ser cada vez mejores personas
a través de
la cultura y la enseñanza porque
ellas siguen
en su esencia en todos y cada uno
de nosotros.
Y es un deber y una satisfacción
cumplir ese
sueño.
Salimos por
la puerta de la calle Perú, la que da
al Oeste, y
un rayo de sol nos ilumina la cara y
nos
sonreímos cómplices como cuando éramos
niñas y
teníamos sueños utópicos …¡Ahora los
haríamos
realidad!
Atenea
Segunda Categoría-Cuento-Primera mención
Recuerdos
Ida
De Vincenzo
Podría decir
muchas cosas sobre mi papá, fue un hombre sencillo, sensible, le gustaba la
naturaleza,
el aire libre, y sobre todo, la tierra.
La trabajaba
un poco por necesidad pero más
por amor
hacia ella. Cada semilla para él era valiosa,
la cuidaba
con mucho esmero y dedicación. Cultivaba
desde la
humilde lechuga hasta las cosas
más
sofisticadas para colaborar con la economía
familiar.
Criaba conejos, chanchitos de la india; pero
llegó un
momento en que nos encariñamos tanto
con ellos
que llorábamos y pedíamos por sus vidas.
Finalmente
nos negábamos a comerlos y entonces
dejó de
criarlos. ¡Quién sabe si él no se privó de
comer algo
que le apetecía para no ver nuestras
lágrimas!
Sufrió mucho
las consecuencias de la guerra, evitaba
hablar sobre
el tema, decía que eran cosas muy
tristes.
Siempre repetía "Mejor olvidar". Sin embargo
su actitud
cambiaba cuando le preguntaba por su
herida de
guerra. Había sido herido en combate, en
el codo, yo
sentía orgullo por tener un papá que era
veterano de
guerra pero al mismo tiempo no comprendía
como él
había podido dispararle a otra persona.
Un día,
venciendo mi timidez me animé y sin
medir mis
palabras le pregunté cómo había podido
hacerlo: me
miró y yo pude ver en sus ojos una gran
resignación.
Entonces con mucha convicción y simples
palabras, me
dijo: ”Si yo no le disparaba él me
mataba a mí.
Y en ese momento me di cuenta que
no había
tenido otra salida: hasta hoy lo recuerdo y
me conmuevo
ante una verdad tan fría y absoluta.
Cuando
recién llegamos a la Argentina comenzó a
trabajar
pero un accidente laboral lo inmovilizó casi
un año.
Cuando estuvo repuesto consiguió trabajo
en las
cuadrillas municipales de asfaltado, y cuando
le hacían
bromas sobre él, siempre contestaba “ustedes
no saben lo
que es trabajar en la calle: en
invierno el
frío que te congela los huesos y en verano
con la brea
caliente bajo el inclemente sol se te
quema el
alma”.
También
teníamos en nuestra casa un almacén, y
él, nos
ayudó a afianzarnos económicamente y también
a adaptarnos
al lugar .Nuestra clientela era de
lo más
variada, en ocasiones era difícil entenderse.
Muchas veces
lo hacían por medio de señas, se
podrán
imaginar lo que costaba charlar y a veces
sucedían las
cosas más graciosas. Recuerdo una
conversación
entre mi mamá y una señora de origen
paraguayo
que trabajaba en la casa de una vecina:
mi mamá
hablaba de una cosa y la señora contestaba
sobre otra
muy distinta, pero ambas seguían un
hilo
imaginario de conversación, entonces yo con
inocencia
infantil le advertí a mi mamá. Paró ella me
miró y me
dijo "vos quedate tranquila, no te preocupes"
.
Teníamos en
la casa un gran patio lleno de cajones
y botellas
donde mi papá, de vez en cuando, se sentaba
en un cajón
vacío de gaseosas y allí se ponía a
escribir a
su familia; les contaba lo bueno que era
vivir aquí,
pero en esos momentos en sus ojos
había una
gran tristeza. Volvían a él recuerdos lejanos,
cosas sobre
las montañas, las costumbres
milenarias,
las leyendas: estaba acostumbrado a
las
dificultades de la vida, pero se defendía de lo irremediable
idealizando.
Cuando le faltaban pocas
líneas para
terminarla, me llamaba: "Vieni, Vieni"
para que les
escriba algo a las tías pero en aquella
época yo era
muy chica y no sabía escribir .Entonces
él con mucha
paciencia dibujaba las letras en
un papel y
yo las copiaba en la carta. Casi siempre
eran las
mismas palabras:"Care Zie". Cuando terminaba
de
escribirlas su cara se iluminaba con una
gran
sonrisa, era un momento mágico, saber que
allá lejos,
lejos, pasando un gran océano, había personas
que nos
querían y pensaban en nosotros.
Las cartas
tardaban mucho en llegar. El día que recibió
la noticia
de la muerte de una de sus hermanas,
al leerla
quiso hablar pero no pudo, sus ojos se
empañaron,
un llanto tranquilo, pero profundo, brotó
de sus ojos
En ese
momento asumió la realidad y tuvo la certeza
de que a
pesar de su añoranza, jamás iba a tener
la
oportunidad de volver a sus montañas, de abrazar
a sus seres
queridos .Entonces por muchas
semanas la
casa se vistió de estricto luto.
En el barrio
fue una revolución cuando se mudó a él
la Línea de
colectivos 47: hacían tanto barullo que a
veces no nos
dejaban dormir. Mi papá siempre
decía que no
lo hacían a propósito, que estaban trabajando.
Pero muchas
noches tuvo que levantarse para ir a
la
administración y recordarles que él se tenía que
levantar a
las 4.30 de la mañana para ir a trabajar. A
pesar de
estos pequeños incidentes siempre les llevaba
para tomar
algo caliente en invierno, y algo
fresco en
verano.
Cuando se
enfermó, todas las personas lo visitaban,
nunca estuvo
solo. Fue un hombre muy considerado,
su carácter
con el pasar de los años se fue
amoldando,
tuvo la simplicidad de quien ve la realidad,
y sabe que
haga lo que haga no podrá cambiarla.
El día de su
muerte hubo un cortejo muy largo para
acompañarlo
hasta su última morada.
La Tana
Tercera categoría-Cuento-Primer premio
“Falucho
en la Siberia”
“Dedicado
a la historia del barrio de Villa Urquiza”
Nilda
González
Todas las
tardes se reunían en un una esquina de la calle Manuel Ugarte sentados
sobre algún
viejo banquito de madera
a charlar o
a jugar a las bolitas, El Tano, Paco y
Ramiro.
Eran pibes
de pantalones cortos que recorrían el
barrio por
las tardes, pateando tachos oxidados
sobre la
tierra reseca de las calles.
Pero una
tarde, después de salir de la escuela al
pasar por la
calle Galán, a Paco se le ocurrió visitar
a un
compañero que estaba enfermo, claro
que el lugar
donde vivía era muy feo lo llamaban
“ La
Siberia”.
Era un
barrio de casas de madera y cartón, con
algunos
techos de chapa separados por pasillos,
donde de
noche, todo podía pasar desde un asesinato
hasta un
robo y nadie escucharía ni sería
testigo de
nada, allí se armaban banditas que
esperaban a
los turistas o a algún visitante extraviado
para
robarles hasta los pantalones.
Pero había
que visitar a un compañero que estaba
enfermo
hacía días que no iba a la escuela,
pero justo
ese día se echó a llover.
Cada uno
tomó unos cartones para taparse y
salieron
rumbo a una visita sorpresa, en realidad
a una
aventura.
Las secas
calles se convirtieron pronto en charcos
de barro,
con un fuerte olor a campo, porque
por allí
pasaban los aguateros, toda clase de
vendedores,
que traían sus mercaderías en
burros, en
caballos, también algunos lecheros
para vender
la leche directa de la vaca, si porque
la ordeñaban
delante tuyo en unos jarros de aluminio
y ¡No saben
qué rica era esa leche!; solo la
espuma daba
energía.
Siguieron
primero caminando y luego corriendo
para
refugiarse debajo de algunas chapas, porque
los cartones
sobre sus cabezas eran solo
papel
mojado.
La lluvia
parecía no darles un poquito de descanso,
hasta que llegaron a la casa de José.
Les abrió la
puerta, volaba de fiebre pero en esa
época no
había médico a domicilio, así que decidieron
llevarlo a
la curandera que con algún gualicho
o té lo
curaría.
Era un
diluvio, pero solo José conocía el lugar,
así que no
quedaba otra solución que cargarlo
en los
hombros.
Primero lo
abrigaron y lo envolvieron en cartones
y debajo de
una vieja chapa, salieron en busca
del remedio.
José
temblaba, no se sabía si de frío, de fiebre o
de miedo.
De pronto
gritó es allí en esa casucha de la puerta
azul.
Y cayó al
piso inmóvil. ¡Qué susto! Pensaron que
se había
muerto y después de tocar a la puerta y
acomodarlo
sentado frente a ella, se fueron
corriendo
cada uno a su casa, dejando al pobre
José solo en
el barro.
No querían
saber de muertos, de policías que no
les creerían
lo ocurrido, ni tampoco del padre de
José, que
levantaba bolsas en el puerto de
Buenos Aires
y podría terminar con ellos antes
de que
puedan explicar nada.
Cuando les
faltó el aliento se sentaron, la lluvia
ya era
llovizna y el sol parecía que quería salir.
Primero se
miraron, y nadie quería ser el primero
en hablar
del tema pero juntos exclamaron.
¡ Y si no
murió y solo sufrió un desmayo!
Pero como
saberlo sin volver, tenían que pasar
nuevamente
por esos callejones barrosos y
sucios, pero
la intriga pudo más.
Y allá
fueron, ya caía la tarde y aunque ya no llovía
se iba
haciendo de noche.
Todos
empapados y con las zapatillas Pampero
mojadas,
llegaron al lugar.
Claro les
costó mucho, porque el Tano decía es
por aquí,
Paco no, era por allá y Ramiro no me
acuerdo y
entre que por allá y por acá se encontraron
frente a la
puerta azul.
No sabían si
golpear o esperar a que alguien
saliera, en
la duda llegó la noche y recordaron a
sus padres
asustados por la ausencia, y en los
chirlos que
iban a recibir por la travesura, pero
contaban con
la comprensión del motivo que los
llevo a
semejante audacia: Entrar en la Siberia.
Por fin la
puerta se abrió, salió una vieja con una
vela roja
con olor a cebo rancio, claro de eso se
hacían las
velas en esa época ya que no había
luz
eléctrica, y al vernos exclamó.
-¿Quiénes
son ustedes y qué quieren?-
Le
preguntaron si vio a un niño enfermo en la
puerta, ella
los miró fijo y luego dijo.
- ¿Es ese
que está en la cama medio muerto?-
Paco el más
valiente se asomó a la habitación
de chapa y
madera con un olor a humedad mezclado
con esencia
de yuyos y dijo: - Sí, es nuestro
amigo-
La curandera
los hizo pasar y les explicó, que ya
le había
bajado la fiebre, pero que tenía que guardar
reposo,
ponerles cataplasmas de lino para
aflojar el
catarro, y que tenía que tomar un jarabe
inventado
por ella para mejorar el resfrío para
que no le
vuelva a subir la fiebre.
Y allí
comenzó otro lío, quien lo llevaba a la
casa, y como
le explicaban al padre lo sucedido.
Le pidieron
a la vieja que los ayude, pero cuando
decidieron
hablar con ella ya había desaparecido,
y un viento
frío los envolvió, temerosos
salieron
corriendo y gritando, cuando una figura
fantasmal
con una bandera argentina en la
mano los
detuvo en uno de los pasillos.
Plantado
frente a ellos, les dijo:
- Yo
Falucho, no dejé mi bandera, en mano de
los godos y
ustedes no pueden dejar a su amigo,
tirado en el
barro-
El miedo y
el susto pudo más y volvieron decididos
a llevarlo a
su casa.
Cuando todo
se explicó, primero a su padre y luego
a los suyos
que los esperaban reunidos en la
placita del
barrio, hoy Echeverría, iluminados
por faroles
a grasa y kerosene, los abrazaron y
felicitaron.
En casa
Ramiro le preguntó a su mamá quien
era Falucho,
la respuesta explicó, el por qué de
su
aparición.
Falucho es
un aparecido de la Siberia que cuida
a la gente
que valora la amistad, él luchó en la
guerra de
nuestra independencia junto a San
Martín,
defendiendo a todo patriota que encontrara
en su paso.
Pensando en
lo vivido, los tres amigos se quedaron
dormidos en
los viejos catre de lona,
tapadito con
mantas tejidas por las abuelitas.
-¡Qué
hermoso es tener alguien que nos cuide
cuando
estamos lejos de casa!-
-¿Existirá
realmente Falucho?-
Lunilda Loi
Tercera categoría-Cuento-Segundo premio
La
rebelión de los genios
María
Inés Perelló
Faltan pocos
minutos para la inauguración del tan esperado y ansiado evento. Los
técnicos
electricistas recorren, apresurados
y nerviosos,
los stands; encienden y apagan
las luces
una y otra vez, para comprobar que
todos los
spots iluminen con precisión cada
estante,
cada rincón del inmenso recinto. El personal
de
maestranza da el último retoque a las
alfombras y
acomoda las sillas en donde se sentarán
los
invitados para escuchar el discurso de
apertura.
Desde el
escenario un joven observa al público,
mira su
reloj, toma un micrófono y lo prueba, luego
advierte al
personal que ya faltan pocos minutos
para que
todo comience. Se hace un gran
silencio y
es cuando cada uno de los operarios
observa
complacido la perfección de su tarea;
todo es
orden, luz y color. Los recepcionistas se
apresuran a
ocupar los sitios que tienen asignados;
el resto de
los empleados, como si fueran
expertos
actores, desaparecen de la escena.
Poco a poco
comienzan a llegar los invitados y
también
arriban las autoridades, quienes suben
al escenario
desde donde el Presidente de la
Nación
dirigirá la palabra a los escritores, dejando
así
inaugurada la “Feria Internacional del
Libro”.
El público
ha tomado asiento y aguarda pacientemente
el arribo,
impuntual, del Presidente. La
gente se
distrae conversando y recorriendo con
la mirada
los diferentes stands. Las bibliotecas
se destacan
luciendo sobre sus estantes miles y
miles de
libros, alegres y coloridos.
¡Cuánta
imaginación, cuántos dulces y románticos
pensamientos!
¡Cuántos gritos de rebeldía,
cuántas
ideas y cuántos seres soñados se acunan
dentro de
ellos!
Nadie percibe el sordo y nervioso cuchicheo que
brota desde
los estantes, que se va deslizando de
libro en
libro…
¡Son ellos
los que parlotean! Están tan emocionados
y tan
convencidos de que muy pronto llegará
alguien que
los elegirá y enriquecerá su espíritu e
intelecto
con la lectura que guardan sus inmaculadas
páginas.
Sus autores,
sobre todo aquellos noveles e ignotos
escritores,
los miran embelesados, soñando… Ya
ven a sus
libros convertidos en best sellers, imaginan
que todo el
mundo reconocerá el talento del
autor.
Llenos de confianza y optimismo piensan
que de ahí
en más ya están listos para ser galardonados
con el
Cervantes. La ansiedad hace redoblar
los latidos
de sus corazones.
Una vez
finalizado el acto de apertura las personalidades
se retiran y
el público queda en libertad
para
comenzar a recorrer la Feria, algunos se
detienen con
devoción delante de las estanterías
buscando a
su autor predilecto, otros caminan
mirando aquí
y allá, buscando algún rostro célebre
o alguna
cámara de televisión, para así aprovechar
la
oportunidad de salir en la bendita pantalla.
Muchos se
inclinan por ir a las confiterías a pasar
un buen
rato, otros se arremolinan en el hall de
entrada para
poder observar con comodidad la llegada
de las
personalidades.
Y así
comienzan a sucederse, unos tras otros, los
días.
Los
escritores, poco a poco, van dejando traslucir
en sus rostros
una gran decepción y también indignación.
Muy poca
gente se inclina por comprar sus
desconocidos
títulos. Nadie les presta atención.
¡Como
tampoco nadie presta atención a la furia
que comienza
a bullir en las bibliotecas!
La poesía
reclama indignada y recita su rebeldía a
sus
compañeros de desventuras. Las novelas se
sienten
engañadas, todos sus personajes se
remueven
nerviosos dentro de sus páginas. Los
libros de
ciencia le gritan al público: “¡Bárbaros!”.
De pronto,
un rayo estrepitoso parece quebrar las
paredes, las
luces se prenden y apagan. La gente
se detiene
paralizada por el terror y más terror siente
cuando ve
brotar de los estantes del stand de
España la
fantasmagórica figura de Don Quijote de
la Mancha,
quien lleva montado sobre el anca de
su caballo a
Cervantes, que vociferando furibundas
palabras en
incomprensible castellano se abalanza
sobre el
público que espantado lanza agudos
chillidos.
Una densa
niebla envuelve el stand de Rusia, iluminada
por
chispeantes relámpagos que se van
transformando
en siluetas humanas, ahí están Gorki,
Tolstoi,
Dostoievski, que maldiciendo en ruso y
agitando sus
puños en forma amenazadora corren
a unos
curiosos que los miran sin poder creer lo
que sus ojos
ven.
Alfonsina se
cruza con los escritores rusos, los
abraza con
entrañable afecto y continúa espantando
a los
herejes, lanzando espeluznantes carcajadas.
Borges baja
por las escaleras sacudiendo con ira
su bastón,
un acicalado señor se detiene delante
de él y
cuando su boca se abre para aullar de
espanto, Jorge
Luis lo mira y al verlo tan asustado
le palmea la
espalda en un intento por tranquilizarlo,
el pobre
hombre no puede creer lo que le está
sucediendo,
se pone muy pálido y cae desmayado
al suelo.
Shakespeare,
Byron y Bécquer caminan por los
pasillos, se
detienen, se miran, menean consternados
la cabeza,
suspiran con tristeza y con
cavernosas voces recitan “To be or not to be”.
Camus,
Lorca, Neruda, Hemingway, Gabriela Mistral,
Victoria
Ocampo y muchos otros célebres
escritores
se desprenden desde todos los rincones
de la Feria,
toman libros de las bibliotecas y los
arrojan
sobre las espaldas de las despavoridas
personas que
corren aullando en busca de la salida.
Los
verdaderos diletantes de la literatura que se
encuentran
allí no huyen, observan lo que sucede
entre
extasiados y divertidos.
Sábato y
Bioy Casares caminan, abriéndose paso,
en medio de
los espectros. Don Ernesto le pregunta
a Don Adolfo
__ Decime, Bioy, ¿es otra de mis
pesadillas o
en realidad está sucediendo? __ Y él
le contesta
__ Si, querido Ernesto, está sucediendo.
¿Y querés
que te confiese algo? De pronto me
siento como
si tuviera veinte años y me han entrado
unas ganas
locas de correr a puntapiés a todos
los que
ignoran el talento de tantos escritores. __
Sábato
agrega __ Yo también, viejo. Vení, vamos
a buscar a
Borges.
Los dos se
acercan a Jorge Luis Borges, quien ya
no está
ciego, y lo abrazan con gran afecto, luego,
blandiendo
sus bastones, los tres corren por los
stands
lanzando escalofriantes aullidos.
El público
se atropella, lleva por delante los cortinados
y sale
corriendo, despavorido, por la Avenida.
Nadie queda
en la Feria. Todo ha vuelto a quedar
en orden.
Todo es silencio.
Mas no es
verdad, porque si prestamos atención
podremos
escuchar como brotan desde los libros
divertidas
risas.
En tanto
tres hombres caminan sin apuro hacia la
salida, van
conversando animadamente. Cuando
llegan a la
vereda se detienen, se estrechan en
afectuoso
abrazo y riéndose se alejan, esfumándose
en la
oscuridad de la noche.
Se escucha
decir a Bioy, mientras suelta una carcajada:
__ ¡Siempre
tan ocurrente este Georgie!
Mary Alliso
Tercera categoría-Cuento-Tercer premio
“El
devorador”
Pedro
Mario Saito
Los niños
suelen soñar despiertos. Son esas historias
imaginarias,
irreales, que luego, con el correr del tiempo,
a veces
terminan dándolas por ciertas. Pero también
es sabido
que, en su inocencia los niños tienen la
capacidad de
percibir cosas que los adultos no podemos,
porque ya
hemos perdido esa capacidad.
Mirá,
intenté persuadirte de distintas maneras, pero me la hiciste difícil. Yo no me
doy por
vencido tan
fácilmente, por eso te escribo.
Como voy más
allá del mero hecho de convencerte, a
riesgo de
que me tomes por delirante, te voy a contar
por qué fue
que me convertí en “el devorador”, como
vos me
llamás.
Vos sabés
que me crié en el campo, en las afueras de
un pueblo
chico, como tantos del centro de la provincia
de Buenos
Aires. En aquellos días, la vida era tan
dura como
simple. Amaba ir a la escuela en la mañana;
aunque el
viento y la escarcha me entumecieran
el cuerpo.
Caminaba casi dos kilómetros, pero no los
sentía. En
realidad no alcanzaba a percibir entonces,
que la
escuela era el lugar sublime que me convertía
en un niño
de verdad. Allí hice amigos y jugué. Si,
jugué... y
me sentía feliz.
Por la tarde
era otra cosa. Que limpiar el gallinero,
que cambiar
el agua a los animales, que ayudarle a mi
padre con el
arado. No. No me pesaba, ni me aburría;
sencillamente
no tenía tiempo para darme cuenta de
eso. Aunque
la monotonía de lo cotidiano me dejaba
rendido,
tampoco me quejaba. Ni se me cruzaba pensar
en algo
distinto. Es que yo era un chico de campo,
de provincia
y era tal la costumbre...
La
costumbre... esa sí, que no te da oportunidad y lo
peor, ni te
enterás.
Tendría diez
años, cuando ocurrió la historia que
estoy por
contarte. La que inesperadamente cambió
el rumbo de
mi vida y me arrancó de ese destino miserable
y limitado
de puestero de estancia, en el que se
ahogaron mis
padres, mis abuelos y quién sabe cuántas
generaciones
atrás. Sí, tenía diez porque estaba
en cuarto
grado. Nando Alcalá era mi compañero de
banco y éramos
amigos. Desde que recuerde nos sentábamos
juntos. ¡Era
tan locuaz! Yo, lo admiraba.
Las mejores
notas eran las suyas. Era el mejor en historia,
en
matemática, en lengua y el que mejor leía.
Daba gusto
escucharlo. Sí, era el mejor en todo y el
preferido de
la maestra, con quien hablaba de gente y
lugares que
ignorábamos. Tal vez por eso, algunos lo
miraban con
desagrado; quizás porque no era rudo
como
nosotros y hablaba fino; o no compartía las
horas de
gimnasia, ni jugaba al fútbol como todos.
Era un niño
debilucho; transparente, azulado y faltaba
mucho a
clase. Cuando regresaba al cabo de diez
o quince
días, me relataba las divertidas correrías y
misteriosas
aventuras que había compartido con sus
otros
amigos, que yo no conocía. Amigos a los que
calificaba
como espectaculares; incondicionales;
fabulosos.
¡Con ellos había conocido las minas de diamante
de Tanzania,
la fascinación aterradora de las
cobras de la
India; la desolación paradisíaca de las
islas
perdidas del Pacífico; las alta planicies manchegas!
Mamá decía
que estaba muy enfermo de los pulmones
y que no
tenía cura, por eso faltaba así. Yo prefería
creer en las
andanzas que él me contaba y me dejaban
absorto.
Hacía casi
un mes que no venía a la escuela. Nunca
había
faltado tanto.
No creo que
haya sido por envidia... o quizá sí, no lo
se. De lo
que estoy seguro es que yo lo amaba, lo
extrañaba y
quería formar parte de ese círculo fascinante
del que él
participaba. Deseaba con todo el
corazón que
sus increíbles amigos también fuesen
los míos.
Pensé en decírselo, en cuanto volviese;
pero ya no
me fue posible.
Era un frío
lunes de Julio. La maestra, con los ojos
húmedos y
enrojecidos nos informó que Nando no
vendría más
a clase. Supimos que había muerto.
Sonó la
campana y salí de la escuela, abatido, invadido
por una
angustia que me doblegó cruzando un
campo de
girasoles, donde a escondidas me largué a
llorar como
no lo había hecho nunca. Tal vez por eso
me asusté y
comencé a correr sin rumbo, como un
potro
desbocado.
Cuando
llegué al camino, la fatídica sorpresa me detuvo
en seco. Un
mínimo cortejo, encolumnado detrás
del carro
que trasladaba al ataúd, transitaba los últimos
doscientos
metros que los distanciaba del
cementerio.
A paso lento se alejaban de mí, bajando
por la suave
hondonada.
Jamás había
presenciado un entierro. Sin proponérmelo,
de pronto me
encontré fisgoneando impresionado
la escena,
escondido a escasos metros de la
sepultura,
detrás de un ciprés.
Tan pronto
como los padres de Nando y el cura, con el
carrero y
los enterradores se hubieron marchado, con
la garganta
anudada, sentí la necesidad de despedirme
de mi amigo
e impulsivamente quise acercarme,
en el
preciso instante que aquello sucedió.
Procedentes
de los albores desconocidos del tiempo,
ataviados
con ropajes ignotos; a pie, o en sus enjaezadas
cabalgaduras,
uno tras otro llegaron esos
extraños
forasteros a rendirle respetos al pequeño
infortunado
de mi edad.
Asombrado,
ni por un momento dudé que fueran los
amigos de
Nando. Eran tal cual los había descripto.
Permanecieron
en silencio junto al sepulcro. Luego,
cuando
comenzaron a retirarse, un viejo caballero de
aspecto enjuto y oxidada armadura, desde su magro
caballo miró
hacia donde yo me encontraba y me
llamó por mi
nombre, como si me conociese: -
“¡Pedro...!
– y repitió -¡Pedro...!” - Sorprendido, me
asomé y el
viejo, en respuesta, esbozando una sonrisa
me saludó
con su castizo acento –“Hasta más ver,
chaval.
Hasta más ver…” – alzó su mano enguantada
en señal de
despedida y se alejó.
Todos los
otros me saludaron de igual modo. Mi corazón
repiqueteó,
de alegría, porque significaba que
Nando les
había hablado de mí.
Volví a mi
casa, buscando una excusa que justificara
mi tardanza.
Disimulé mi excitación cuanto pude y no
conté nada.
Esa semana no quise ir a la escuela y mi
madre me comprendió.
Por lo demás, todo siguió
igual...
hasta el domingo.
El carro de
los Alcalá se detuvo junto a la tranquera.
Alcalá era
un viejo conocido de mi padre. Visiblemente
emocionados
se abrazaron; en tanto, mi madre
corrió entre
lágrimas hacia la desconsolada mujer
que
susurraba el nombre de su pobre angelito.
Yo agaché la
cabeza y rompí a llorar. La mamá de
Nando se
acercó, me acarició la cara con ternura y balbuceó
– “¿Sabés
que eras el mejor amigo de mi hijo?“
Inocentemente,
en un intento por confortarla le dije
que Nando
tenía muchos amigos. Quise contarle el
episodio del
cementerio, pero antes de que pudiera
hablar, me
llevo de la mano hasta el carro y dándome
una bolsa de
arpillera repleta reafirmó con desolada
firmeza -
“vos eras su mejor amigo... vos y estos
libros… me
pidió que se los cuidaras”.
La sencilla
distinción de mi amigo, me acarició el
alma. Tal
vez, por curiosidad; quién sabe, por el mandato
implícito o
quizá por la hechizante atracción que
sobre mí
ejercían esos libros, lo cierto es que esa
misma noche
comencé a leer “El ingenioso hidalgo
Don Quijote
de La Mancha “.
No debí
esforzarme para reconocer al enjuto y castizo
caballero de
oxidada armadura, que aquella tarde
sombría, me
llamara por mi nombre.
Más luego lo
haría con “Robin Hood”; “Sandokan”;
“Robinson
Crusoe”; el “capitán Ahab”; “Martín Fierro”...
personajes
entrañables que, despertaron esta
saludable,
inofensiva y perdurable inclinación, que
me ha
reportado tanto placer, conocimiento y compañía
hasta
convertirme en “el devorador”
Es mi
verdad. Una fantástica y mágica verdad que
me eligió y
regaló la poesía de un mundo más hermoso
y feliz...
el de la fantasía.
Ojala, que
esa magia poderosa, también te elija a
vos.
¡Hasta más
ver...!
Augusto
Tercera categoría-Cuento-Primera mención
La
estrella más bella
José
Francisco Otero
Cuentan que
desde hace muchos millones de años, cuando nuestro creador formó la maravilla
más gran- de: ¡El Universo! (nuestro infinito y bello sistema astral en su
total amplitud), diseñándolo con su única y
gran
sabiduría, se formó una conjunción de planetas, satélites y estrellas,
constituyendo distintos grupos
o
comunidades estelares.
En esta
narración puntual, nos referimos a una de las más hermosas del Sistema Solar: ¡El
grupo de Las Célicas!,
uno de los
conjuntos más importantes y conmemorativos de nuestra maravilla de estrellas
fugaces.
A una de
estas estrellas, “la más bella” ¡Celina!, ágil, inquieta, resplandeciente,
dulce e inteligente, con ansias
de libertad,
por estos motivos sobresalientes, le fueron cortadas todas las libertades,
declarándola en estado de
rebeldía
ante la gran comunidad. Desde entonces, le fueron vedados todos los derechos
naturales que le
correspondían
en todo el espectro universal literal.
Ésta, al
verse sometida en su cruel encierro, con valentía se fugó del injusto
cautiverio, lo que a posterior le daría
vida a su
formación radiante de estrella fugaz: cada uno de nosotros, la habrá visto más
de una vez circular el
espacio
durante las noches claras de la primavera, luciendo su majestuosa, maravillosa,
alargada estela reluciente.
Pero llegó
el día en que, al ver reflejada su fulgurante hermosura en el espejo de los
mares y de los océanos de
nuestra
tierra, se hundió en las inmensidades del profundo abismo marítimo, hallando su
hábitat para siempre.
Ante la
agradable sorpresa y admiración de todos los habitantes que forman la población
acuática (estos ofrecen
la más
alegre convivencia de toda la comunidad que conforma las profundidades
marinas), al verla tan deslumbrante
y
majestuosa, la proclamaron ¡Reina del Mar!, con el nombre de ¡Celina Marisa!
(Estrella de Mar)
Desde este
momento vivió rodeada de las más bellas plantas marinas que dan pomposidad a su
hábitat, formando
su
residencia en un edén natural de suntuosos corales y guardada por un ejército
de elegantes y ágiles
delfines y
por una formación de hipocampos, que le otorgaban majestuosidad a su reina
Celina Marisa.
Si alguna
vez la encuentras, donde rompen las olas o sobre la ríspida arena, bésala y
devuélvela al mar, ya que
es donde
tiene su hábitat natural.
Martín Fierro
Tercera Categoría-Cuento-Segunda mención
El
forastero
(Cuento corto al
amor) - Oscar Galeazzi
Llegó el
forastero al pueblo perdido
Se fue de su
barrio, su barrio querido
donde había
nacido, donde había crecido.
El barrio
era Flores, capital porteña
y lo dejó
todo, su casa, el bar en la esquina
su barra de
amigos que tanto quería.
Se cansó de
todo,
de tantos
afanos
de paros,
piquetes con bombos,
de tanto
quilombo.
Cargó sus
pilchas en su viejo coche
y se fue sin
rumbo
y mirando al
cielo, le pidió al de arriba
que El lo
guiara en esta aventura de su viaje
incierto.
Tomó para el
norte y caminó mucho
y cruzando
un gran río por un viejo puente
detrás de un
monte, encontró un pueblito
de calles
angostas, de casitas bajas
donde en vez
de rejas había jardines
cargados con
flores llenas de perfumes y todos
colores.
Paseó por la
plaza, le gustó su gente sin
preocupaciones
y todos
sonrientes. Árboles frondosos donde
merodeaban
pájaros
haciendo sus nidos, cantando sus trinos.
Se metió en
su bunker, un hotel de pueblo
y lo pensó
mucho, si la decisión tomada sería
acertada
o tal vez
tendría que arrepentirse un día
de lo que
había dejado, que fuera su tiempo
que fuera su
vida.
Y llegó el
feriado, famoso en el pueblo
había
alegría con todo su adorno
salió de su
cuarto, quiso conocer su entorno
para saber
donde estaba parado
paseó por el
barrio, todo muy prolijo, todo muy
limpito
todo bien
pintado.
Él era
elegante, tenía su porte, su pilcha era buena
su andar
arrogante.
Las minas
del pueblo lo miraron todas,
también él
miró a todas, pero vio a una sola.
Él vio a la
piba rubia de carita triste,
que bajó sus
ojos cuando vio asombrada
que la vista
de aquel forastero se clavó en la suya
y con tanto
fuego.
Primero fue
un saludo, con una sonrisa
después las
preguntas tontas, las que se
acostumbran
¿qué cómo te
llamas?, que de dónde vienes?
Todo fue muy
tierno, para romper el hielo
Más los dos
sabían al haberse visto
que algo muy
profundo, en sus corazones se había
metido.
Y después de
un tiempo de haberse conocido
él supo que
todo no estaba perdido.
Ella dejó su
tristeza y pensó que no en vano había
sido la
espera.
Y sin
olvidar nada del tiempo pasado
sus cosas,
su gente, Dios quiso endulzar su vida
con este
presente.
Fueron muy
felices y se amaron tanto
que aquel
forastero, bendijo su suerte.
Osky
No hay comentarios:
Publicar un comentario