Mención especial: “Guardián 1”. Seudónimo: Jockey. Autor:
Guido Falconi.
Guardián 1
La legumbre, penosa legumbre,
silenciosa y oscura.
Perdón a otra semilla rota,
silenciosa, oscura y ruidosa.
Oscura la noche del alma,
luminoso el día angelado.
Tenebroso atardecer acampado.
Pobre niño que sigue llorando.
Quisiera nombrar a ese vuelo,
penoso pájaro cayendo,
penosa ave comiendo.
Atardecer que se va yendo.
Niña oh niña del desierto,
Mujer sumisa ante el tormento,
Mujer valiente durante el día
Que dios se apiade de tu lamento.
Categoría 3 (31 a 60 años años)
Cuento:
1ª premio: “Aquellos Monstruos”. Seudónimo: María Depalermo.
Autora: María Gabriela Oliva.
Aquellos monstruos
Abrió y cerró la pinza
derecha, luego la izquierda. Era su manera de asegurarse que las cosas estaban
en orden y empezar a movilizarse un poco. El atardecer había dejado al ambiente
envuelto en una luz muy tenue. El calor iba mermando. La aridez del terreno era
parte de su vida.
Caminó hacia la
edificación más cercana. Solía encontrar algo para comer en los alrededores.
Ascendió por un poste y luego se desplazó por un tejido de hilo, que se
balanceaba hacia un lado y al otro. Caminó sobre una superficie irregular pero
suave. Una luz blanca, que enfocaba para otro lado, delimitaba sombras de
formas irregulares, próximas. Se detuvo. Lo que siguió fue una historia de
terror.
Algo le hizo perder su
normal estabilidad y lo revoleó por los aires. Giró varias veces sobre sí
mismo, perdiendo la orientación, al mismo momento que un ruido gutural, de
manera explosiva, lo aturdió. Cayó al piso arenoso de costado y puedo apoyar el
vientre en el suelo. Agradeció que su cuerpo estuviera recubierto de una
quitina dura. Ahora una luz blanca de frente lo apuntaba. Un murmullo
irreconocible que salía de los dos monstruos enormes frente a él, lo
intranquilizaba. No movió ni siquiera una pata. Giró sus ojos para ver la
integridad de su cola, incluido el aguijón. Todo estaba en su lugar. Se sintió
seguro. Si tenía que dar batalla, no era de los que se acobardan. Solo estaba
haciendo tiempo y pensando hacia dónde ir. De repente la luz enfocó para otro
lado. Aprovechó para correr rápidamente hacia su izquierda, pero nuevamente la
luz blanca lo apuntó. Estaba inmóvil
otra vez. Sin previo aviso, un adoquín cayó sobre su cuerpo. Se preguntaba que
pretenderían esos monstruos. Trataba de entenderlos, pero ¿qué mal había hecho
él? Solo caminaba sin hacer ruido ni molestar a nadie. La diferencia de tamaño
era abismal, pero esto no los detuvo. Agarrársela con un chiquitín… era
evidente que no tenían códigos. Sin embargo, se sintió tranquilo, no había luz,
no había ruidos, no había peligro. Al ser irregular el adoquín, quedaba una
capa de aire entre su cuerpo y la superficie dura. Muchas veces elegía estos
escondites para descansar. Pero una cosa era que él elija ese lugar y otra que
se lo impongan.
No pasaron más de veinte
minutos que el adoquín se levantó, sin dudarlo, salió corriendo velozmente
ahora hacia la derecha y se refugió entre unas plantas rastreras.
Esa noche no volvería a
incursionar hacia esa edificación. Podría aguantar un poco el hambre.
2ª premio: “Alud y violín”. Seudónimo: Grana. Autora:
Marcela Mabel Pelagatti.
Mención especial: “Los ojos de Pulpa”. Seudónimo:
Pablo Matías Turazzini
Los ojos de Pulpa
Los
ojos de Pulpa me sumergen en una ensoñación. Fantasía evanescente, vuelta a mi
memoria del efluvio de los recuerdos. La tarde está incandescente, ardiendo
dentro de este otoño gris perdido, que será olvidado por los pasillos del Tiempo, pero no por mi Muerte, ni por Mí.
En
los ojos de Pulpa, en los ojos eternos de Pulpa, hay una rendija mejor dicho no Eterna sino fuera del Tiempo que corre. Lo hace a través de Mí, como de ella, como de Dios. Y jugábamos, y aún lo hacemos, y
aún lo haremos, por eso estoy maldiciendo cuando digo esta tarde ya que al volver a meterme en el las ondas del Tiempo la vuelvo a perder a ella junto a
sus ojos y ya no hay más ojos de Pulpa.
De
Pulpa aprendí cosas triviales, como los significados inconclusos, las alegorías
al clima, menesteres u oficios cuyo valor estaba en recibir el pan para comer.
Aprendí las voces de los vientos, un montón de sílabas de idiomas lejanos, un
sinfín de sonrisas envueltas en mantos de afecto, de encanto y de amor. Aprendí
lo magro, lo voluptuoso de la vida, como los cuerpos calientes, los labios
sedientos de besos en las esporas, supe de lo miserable del hambre como del
sufrimiento humano y del dolor. Aprendiendo de Pulpa conocí los ojos de Pulpa.
Zaherir
quiso, matándome con la luna de su mirada, las partes mías más viles. Y se lo
conté todo a Pulpa, quedándome desnudo delante de ella para que usara de Mí el corazón rendido ya abandonado a
sus tentáculos. Fui sacándome, por el arte de ella, los Yoes, ¡tantos había!, que iban como cáscaras inertes cayendo al
abismo a donde la fuerza del pensamiento no llega, sino la cruda voluntad. El Mí me quedó ciego, para que fuera de
ella sin un Yo, con el reír tan
sincero frente al letal secreto de ella.
Que
de morir en los ojos de Pulpa no se habla. Ni de la vida porque el lenguaje es
una mariposa que saliéndose, elevándose de toda dialéctica, se transforma en
una poesía bellísima de miles de partes multicolores, hasta que se esfuma en la
frontera del Infinito, que es la de
la Conciencia, que es la del muro
fatal al cual se pegan las atormentadoras palabras de Eterna, de Muerte, todas
ellas, y justo después, los ojos de Pulpa.
A
esos ojos que quiero ver, no he vuelto a vestir jamás de mis habladurías.
Fueron un par de cafés, al menos, en una confitería de Buenos Aires.
A
esos ojos que habitan en mi imaginación ya rendida al costado del Tiempo, pero no del lado de Dios sino del de los Hombres, no he
vuelto a ver frente a Mí.
A
esos ojos de Pulpa los he besado, una tarde copiosa de flamígera lluvia como
ésta, quedándome al menos, fuera de las palabras, la certeza de Dios.
Poesía:
Mención especial: “A Julio”. Seudónimo: Marot. Autora:
Marcela Sedano Acosta.
A
Julio
Me perdí en
París para encontrarte.
Llegué al
Pont des Arts un poco más tarde
y ya me estabas esperando.
Reconocí tu
voz, busqué a la Maga
y alcancé
el cielo de Marelle.
Seudónimo:
Marot
Categoría:
3 ( adultos entre 31 y 60 años)
Especialidad:
Poema
Título del
trabajo: A Julio
Cuento
1ª Premio: “Volar”. Seudónimo: Blanca Costanegra. Autora : Alba Rivanera
Categoría 4 ( más de 61 años)
VOLAR
Necesito más aire. Vuelo alto y el viento me
acaricia. No es una caricia suave, es fuerte y me reanima. Más alto. Y una
energía casi violenta me abraza. Me elevo mucho más y sólo somos el espacio y
yo. Así logro no ver ni escuchar a nadie. No existe nada más que mi libertad
.Nada ni nadie la interrumpe.
Estoy
así mucho tiempo.
Necesito quietud. Vuelo bajo y el viento me mece en
sus brazos. Oleadas de bienestar inundan mis pensamientos .Me siento liviano,
ningún peso corporal. Levito.
Estoy
así mucho tiempo.
Decido
descansar y me poso en una rama. Puedo ver desde allí a la gente afanosa,
corriendo para no llegar a ningún lugar, esclavos del tiempo. No logro entender
a dónde van tan apurados. Sus voces me lastiman. Sus gestos son duros y casi
nadie sonríe.
Me
dejo acunar por la rama que apenas se mueve por el viento.
Pero
tengo que comer. Descender. Acercarme a las personas y mezclarme con ellas.
Hacen mucho ruido. Gesticulan. Me roban mi quietud.
Soporto el hambre. Un poco más de libertad. Vuelo
alto y me olvido del hambre. Y bebo el viento. Y así me separo del mundo hostil
que quiere atraparme.
Decido
bajar.
Y
anuncio mi llegada con un canto melodioso. Tal vez se aquieten.
No
entienden mis súplicas. Trato de gritar pidiendo ayuda. Veo varios hombres tratando
de sujetarme. Yo solo quiero volar. Y ellos revuelan sobre mí.
Y
casi sin voz, con un trinar velado y cadencioso, les ruego que al ponerme ese
chaleco blanco, no destrocen mis plumas.
Blanca
Costanegra
2ª premio: “El aviso” . Seudónimo: Carlos Montenegro. Autor:
Carlos Schwarzberg
EL AVISO
Carlos Montenegro
Aunque no era tarde resolví
acostarme con un libro. Acomodé las almohadas para leer más cómodo.
Habrán sido unas ocho páginas y
sentí que me aflojaba escurriéndome hacia el sopor por una suerte de tobogán.
Dejé el libro, apagué la luz y, cerrando los ojos, me instalé de costado. No
sentí en que momento el sueño se adueñó de mi, ni cuánto tiempo pasó desde
entonces. Me despertaron unos mínimos movimientos en la cama que al principio
quise ignorar pero, muy lentamente, se iban incrementando en intensidad y
frecuencia hasta que ganaron por completo mi atención.
Sin querer, mi sistema de defensa se
puso en acción, algunos músculos se fueron contrayendo y comencé a interrogarme
sobre el origen de las vibraciones.
Pensé en un movimiento de la tierra
pero, al alzar los ojos, vi que las luces que pendían del techo se mantenían
perpendiculares. ¿Entonces? Había presenciado en una ocasión, frente a un terremoto de poca importancia, que las
arañas se hamacaban. Esta vez no era ese el caso. Mi curiosidad fue resbalando
hacia el temor.
Pero no tuve tiempo de llegar a
sentirlo. Justo entonces, desde el ángulo derecho, atrás mío, una voz grave,
profunda, me habló al principio susurrando para luego, lentamente, subir el
caudal sonoro. Me incorporé un poco, y giré la cabeza hacia donde provenían las
palabras que, de a poco, se hicieron inteligibles.
Vi entonces una figura muy alta que
no se apoyaba en nada, estaba como flotando. Tenía una larga capa cuya capucha
cubría la cabeza y por delante dejaba una mínima abertura que no permitía verle
el rostro.
¡Abelardo! ─escuché nítidamente─ has
sido designado. Vivirás algo negado a los demás mortales. No te asustes.
Entrégate. Cierra los ojos, afloja los músculos, baja los brazos. La índole de
la figura y la extraña voz imponían obediencia. Ni por asomo era imaginable
alguna resistencia. Ante ello, cedí e hice lo que se me ordenaba.
Pasaron minutos, muchos, tal vez
horas y se me generaron preguntas “¿Tendré una alucinación? ¿Esto es una pesadilla? ¿Quién se está apoderando
de mí?”.
De pronto, escuché nuevamente la
voz.
─Te seguiré hablando pero ya no me
verás.
Levanté los párpados y elevando la
mirada arriba a mi derecha alcancé a presenciar como concluía el
desvanecimiento de la imagen que, bien podría decir, literalmente se evaporó.
Los movimientos que continuaban en
la cama se espaciaron un tanto pero seguían siempre parejos. La espera me fue
calmando. La voz volvió a oirse.
─ Abelardo. Debes continuar en tu
entrega y sometimiento anterior. Relájate ya. Llegará el tiempo de transitar la
experiencia anunciada pero tardará más si te esfuerzas
inútilmente en apresurarla. Tienes una única oportunidad de pasar a la etapa
siguiente y consiste en abandonar toda resistencia o búsqueda.
Deseaba acatarlo pero ¿cómo
lograrlo? No es simple abdicar el trono en el reino de la razón. Pasó tiempo y,
por falta de nuevos estímulos, fui aceptando todo como natural; comencé a
adormecerme. Justo antes de dormirme la voz retornó mientras los movimientos de
la cama cesaban lentamente hasta desaparecer:
─ Abelardo. Basta por hoy.
Volveremos para continuar el proceso pero no debes hablar con nadie de lo que
has vivido.
Es más: no pensarás en ello y lo
olvidarás.
3ª premio: “Cuestión de tiempo”.Seudónimo: Clarisa.
Autor: María Rosario Griner
CUESTION DE TIEMPO
Veo a lo lejos un gynko y un álamo amarillos y asocio con
que los liquidámbares están más rojos
que otros años y pienso que el otoño está atrasado este año. De cómo el calor prolongado del verano trastornó la madurez de la estación más
linda, tan matizada. Con el viento fresco, a veces frío, que sopla con ímpetu
las alfombras de hojas secas amontonadas a los pies de los arboles ya desnudos, esqueléticos pero de pie y
siento el olor dulce de la quema de las hojarascas, que me recuerda la madera presente en un buen
oporto. Con esos cielos azules, serenos y diáfanos cuya vida se acorta cada día
y que, no por repetido, nos sorprenden cuando nos damos cuenta de las primeras noches más largas. Para vivir… para dormir más quizá.
El invierno tiene lo suyo a pesar de la mala fama. Los
perezosos amaneceres. El sol que titubea en salir hasta el último momento. El
aire crudo que se impone desafiante haciéndonos creer que no podremos
tolerar su invasión, forzándonos a
sacudirnos vivamente para no caer en su
trampa y a buscar el calor donde sea y como sea: abrigo, techo, un amor, un
fuego, un café. Los grises del círculo
cromático presentes todo el tiempo. Las
lloviznas obstinadas que, a través de los días, amenazan nuestro
humor. Ni hablar de las heladas, que aparecen cuando el viento ha cedido, en
las noches serenas de invierno sin nubes y a veces con la luna de testigo pero
siempre antes de la madrugada. Y después los cristales que se funden cuando los
primeros rayos del sol aparecen en el horizonte. Demasiado rigor para las plantas por lo que el verde opta por mimetizarse con el cielo plomo y se
abandona al letargo aceptándolo como un descanso merecido. Y es cuando los
cítricos alcanzan, en la plenitud de la helada, su dulce madurez.
Como esta imagen se desvanece y se despierta otra, antes de
que el frio crudo se haya ido del todo, algunas plantas aprovechan la ausencia
de las hojas para liberar sus flores, gestadas en privado, casi simultáneamente
a los pequeños brotes que asoman en sus ramas. Montones de partículas viajan sin destino fijo,
enloquecidas, impulsadas por el viento irreverente. No va a faltar casi nada
para que la primavera, tan célebre como esperada, luzca el esplendor del
renacer, del revivir, tan contagioso. Como si la orquesta de la naturaleza se
hubiera puesto de acuerdo para ejecutar al unísono el mismo acorde. La gran
fiesta de la vida, del color y del perfume.
De la estampa de texturas y colores abigarrados de esta
juventud exuberante sobreviven los más fuertes cuando el calor, impiadoso, hace su entrada al
escenario. Los otros pierden la lozanía. Aquella frescura
que nos había asombrado, donde nos habíamos sumergido con deleite, ya no
sorprende y nos vamos acostumbrando al sol pleno del mediodía, ardiente y
tenaz. A medida que el fuego avanza, el verde no puede retener ya el agua que
le ha dado vida y estiramos su permanencia y nuestro gozo proporcionándole, al
menos durante la noche, un refresco para sus raíces y la tierra que lo acompaña
solidaria.
Y los días se van acortando y el sol se apiada de los seres
vivos. Ya no cae a plomo, sino que describe ante nuestros ojos pasivos una
trayectoria más cercana al horizonte.
Cierta resignación y un poco de melancolía me invade cuando
siento que otro ciclo nuevamente se ha cerrado.
4ª premio: “Yo también crucé la Cordillera de los
Andes. Seudónimo: Sofía Lestón. Autora: Clara K. Berrotarán
Mención especial:“El camino”. Seudónimo: SAL. Autor: Eduardo Salvador
Cavallaro
Yo también crucé la Cordillera de los Andes
Sofía Leston (seudónimo)
Cuento corto – Cat. 4
Decidí tomar el ómnibus de la
noche. Quería evitar cualquier posibilidad de llegar tarde al aeropuerto. Desde
Chile el viaje para atravesar la cordillera sería de unas cinco o seis horas. Había
costado arrancar. Una maraña de baúles,
cajas, paquetes y valijas multicolores se amontonaban en la vereda de la
estación. Abrumados, los empleados intentaban ubicarlos a presión. Hacía mucho
calor, habría unos treinta grados en Santiago.
Todo el día había sido
ardiente y lo disfrutamos. Paseos por avenidas de edificios posmodernos, una
visita a la Plaza de Armas y un almuerzo en el restaurante giratorio nos habían
mostrado la mejor cara de la ciudad.
Apenas
comenzó el recorrido, el sonido de los celulares horadó, como en un tiroteo, el
relax incomparable en el que íbamos a caer. Una señora repantigada con su
teléfono, en un tono cada vez más alto, iba desarrollando un relato
pormenorizado de hechos mínimos vividos por ella en Chile, con el detalle de
cada una de las compras que había efectuado. Al parecer, lo que más la
regocijaba era imaginar cuánto le hubieran costado esos productos en la
Argentina. Varias mujeres seguían la charla lanzando carcajadas. Los hombres,
aturdidos o embelesados por el parloteo femenino, iban en silencio. Algunos se
revolvían, inquietos, o chistaban. Sin inmutarse, la del teléfono continuó.
Desée que al perderse la señal, se acallara pronto el listado, pero su
desaparición se demoraba. Al fin ocurrió. Con alivio intenté descansar, pero ni
bien había empezado a adormecerme, una gran caja de cartón se desplomó a mi
lado desde el portaequipaje. Un chico mendocino la levantó y, en lugar de
acomodarla, con orgullo comenzó a desplegar objetos inverosímiles. Los
pasajeros cercanos los elogiaban a gritos y, a su vez, exhibían los suyos. Mi
compañera de asiento, una chica gitana de veloces ojos negros, sacó de su bolsa
un par de tapones de siliconas y se los colocó en los oídos. El ómnibus
continuaba su cruce a una velocidad media. Con el balanceo del viaje yo iba
recobrando mis recuerdos y mi calma. En el trayecto de ida había podido
apreciar, bajo la intensidad azul del mediodía, la gloria de esas montañas
grandiosas y austeras, que en algunas curvas se veían doradas y en otras,
cubiertas de sombras. En el Paso de Uspallata, el mítico resplandor del sol de
los Andes imponía al entorno algo tan majestuoso que parecía irreal.
De repente, nos detuvimos. Serían las tres de la mañana. Pasaron
algunos minutos. Después de una hora, el clásico ronroneo del colectivo había
disminuido pero continuaba, probablemente para mantener encendida la ventilación.
Todavía hacía calor. No hubo informaciones y, curiosamente, tampoco ninguna
pregunta. Intenté mirar hacia el exterior pero los vidrios, transformados en
espejos, sólo reflejaban el cubículo del micro con sus ocupantes que iban y
venían traficando jugos, mates, comida y otras yerbas. Deduje que estaríamos
cerca de la frontera.
Cuando estaba por cumplirse
la segunda hora, pude ver desde la puerta una interminable columna de camiones
y buses. Debíamos haber quedado a varios kilómetros del paso, sin que pudiera
saberse a cuántos. Cada viajero mantenía su posición: uno roncaba, otro abría
paquetes derramando líquidos y olores, una madre amamantaba a su hijo, todo un
mundo inmovilizado. La espera resultaba agobiante. De a ratos, el sonido del
motor, o de lo que fuera, permitía creer que nos movíamos. Con tristeza
comprobé que lo que producía la ilusión del movimiento, junto con el ruido, era
el profundo y frustrado deseo de avanzar. La forzada quietud hizo que me
sintiera como dentro de una cápsula llena de vahos. A punto de concluir la
cuarta hora de encierro, todos los olores se habían mezclado en el olor de la
espera. Aunque no me faltaba el aire, comprendí lo que debían sufrir los
claustrofóbicos. Fue entonces cuando un hombre uniformado, que bien podía ser
el conductor, porque ahí todas eran conjeturas, subió a nuestro segundo nivel
para decirnos que bajáramos con los documentos. La posibilidad de abandonar
aquel artefacto me reconfortó y salí con un entusiasmo que cesó drásticamente.
Al costado del ómnibus, una hilera de viajeros, como presos, tiritaban en las
sombras. El contraste climático había sido muy brusco. Un fuerte viento nos
empujaba. Apenas abrigada por una campera liviana, me ubiqué detrás del último
ser tembloroso de la fila.
A más de cuatro mil metros
sobre el nivel del mar, con varios grados bajo cero, las ahora oscuras moles de
los Andes habían adquirido un aspecto amenazante. Pero no éramos héroes ni
sobrevivientes, sino tristes compradores de baratijas, insignificantes
bagayeros, bajo el cielo estrellado, cargando sueños incumplidos. Cuando la
patética caravana comenzó a avanzar hacia la aduana, la luminosidad del sol de
los Andes que yo tanto había admirado había sido sustituida por la de unos
viejos reflectores pálidos. Temblando de frío y de sueño, llegamos a unas
ventanillas donde nos revisaron los documentos y, en una segunda etapa, el
equipaje. Tuvimos que volver a subir y volver a bajar para esos trámites. Quise
ir al baño. Las instalaciones, destartaladas y fétidas, carecían de lo
elemental. Cuando mi precaria fortaleza empezaba a tambalear, vi la mano de una
de mis compañeras de viaje, que me ofrecía un jabón y unas servilletas de
papel. Hay ángeles desaliñados, gordos y lúcidos, pensé, que tardamos en
reconocer.
Diez horas habían
transcurrido antes de que el ómnibus pudiera correr ya sin dificultades.
Cuando llegué a Mendoza, el
hall de El Plumerillo, con sus mármoles relucientes, fue como un oasis. Mi
avión estaba por salir y no había margen para demoras. Me imaginé despegando.
En menos de dos horas estaría bajo la ducha tibia de mi baño. Ansiosa, me
acerqué al mostrador para hacer el check-in.
Casi sin asombro escuché cómo el despachante de la línea aérea informaba que,
por razones técnicas, el vuelo a Buenos Aires había sido cancelado hasta nuevo
aviso.
Ensayo:
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